Acababa de terminar el último día del Festival de Cine de Morelia. Las luces, el bullicio y la emoción del evento aún resonaban en mi cabeza mientras cargaba la cámara y los lentes en el asiento trasero de mi coche. Había sido una semana intensa: días enteros tomando fotos de las alfombras rojas, de los invitados especiales, de cada expresión de emoción en los rostros de los asistentes. Entre tanto cine, charlas y miradas furtivas, uno nunca sabe qué historias pueden surgir en un festival así.
Había tenido el privilegio de ver a Alejandro González Iñárritu presentar “Amores Perros” una vez más, justo en el aniversario de la película que lo catapultó al reconocimiento mundial. La emoción en la sala era palpable, y las palabras del director, como siempre, tan directas y profundas, resonaban entre los asistentes. Fue una experiencia única y tenía algunas de las mejores fotos de la noche, capturando su pasión al hablar sobre la cinta.
Salí de Morelia a media tarde con dirección a casa, recordando cada detalle del festival mientras conducía. Cuando me quedaba poco combustible, decidí detenerme en una gasolinería al borde de la carretera, en medio del paisaje de Michoacán. Era una de esas paradas solitarias, con apenas dos surtidores y un par de personas atendiendo.
Mientras llenaba el tanque, noté de reojo que un coche negro se detenía en el surtidor de al lado. No le di mucha importancia al principio, estaba enfocado en calcular si las fotos que había hecho serían suficientes para armar una buena nota en el blog. Pero entonces lo vi. Aquel hombre salió del coche con paso tranquilo, luciendo su característico cabello ondulado y una gorra que intentaba, sin mucho éxito, ocultarlo.
Era Alejandro González Iñárritu.
Sentí una mezcla de incredulidad y emoción. No esperaba cruzármelo, y menos en una gasolinería en medio de la nada. ¿Qué hacía aquí? ¿A dónde iría? Quizá él también se estaba alejando de la intensidad del festival, buscando algo de calma después de una semana llena de entrevistas y proyecciones. Sin pensarlo mucho, me acerqué. Había sido el director más solicitado durante el festival, y aunque lo había visto a lo lejos, en el escenario y entre el público, no había tenido oportunidad de hablar con él personalmente.
“Perdona, Alejandro, ¿puedo molestarte un momento? Estuve tomando fotos para el festival y sería un honor tener una contigo”, dije, esperando no sonar como un fan emocionado. Él, sorprendentemente, sonrió y accedió con esa calidez que no todos los grandes tienen. “Claro, ¿cómo estuvo para ti el festival?”, me preguntó mientras sacaba su propia botella de agua y me daba unos segundos para preparar la cámara. Me di cuenta de que este hombre, tan reconocido en el mundo del cine, era también alguien que apreciaba la sencillez de un momento cotidiano.
Tomamos un par de fotos, él incluso me sugirió que probara un par de ángulos diferentes. Hablamos unos minutos sobre la fotografía y sobre cómo el cine y la cámara convergen en la captura de emociones reales, aunque de maneras distintas. Fue como estar en una pequeña clase magistral en medio de la carretera, un lujo inesperado y una sorpresa para el viaje.
Cuando se despidió, lo vi regresar a su coche y arrancar lentamente, mientras me quedaba de pie, pensando en lo surrealista del momento. Me subí al coche con una gran sonrisa, sabiendo que no solo tenía fotos de uno de los mejores directores de cine mexicano, sino también una anécdota inolvidable. Al llegar a casa, supe que la historia detrás de esa foto sería la mejor parte de la nota para el blog.